martes, octubre 18, 2005

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Mierda que duelen los desengaños. Encima viene con el 2x1. "Llévese un par de amigos perdidos y le regalamos un aumentito de inseguridad".
Se suceden las noches tristes, pero al menos tengo siempre la música, cada vez más necesaria. La Chicana todavía puede combatir (un poco) los ojos vidriosos en algún viaje de vuelta a casa en el 24.

Y recién escribí en mi Rivadavia tapa blanda que eso se estaba convirtiendo en un diario, pero que sea de viaje, me suena mejor que "diario íntimo" (que tiene mucho olor a hello Kitty o Snoppy, con hojas perfumadas).

Que sea un diario de viaje entonces, que deja la opción de moverse libremente, salir de algo, entrar en otra cosa, o quedarme en tránsito.

domingo, septiembre 18, 2005

miscelánea

Ya vamos por la tercera noche Somnia, y cada vez me hace más feliz acompañar a los chicos y guardar tod en la cámara. La próxima es el 8/10, en Obras, en el Pepsi Music. Allá van conquistar oídos.

No sé cómo hice, pero hoy tuve mi primeros momento de ocio después de mucho tiempo de no parar en casa más que para (mal)dormir. Tengo dos películas para ver ahora, (bueno, una es para la facultad, pero igual tengo ganas de verla, así que cuenta como ocio), tuve una linda noche de sábado y amanecer de domingo, a pesar de no haber sobrevivido para el desayuno en mac pato (estuve sólo a media hora de conseguirlo).

Baccarat me sigue poniendo de buen humor, y Ella Fitzgerald nunca dejará de hipnotizarme.

Tengo una resfrío incipiente desde hace semanas, pero hoy ya se está declarando un poco más, nariz paspada de acerca y eso va a fastidiarme mucho.

Hace muchísimo que no me siento a escribir, si alguna vez intento ponerme enfrente del teclado y me digo "dale, empezá" no pasa nada. Antes me preocupaba, ahora cada vez más pienso que las formas de expresión se van reemplazando, que un día necesito escribir, pero al otro la fotografIa pasa a primer plano, y así pasan los ciclos, casi sin pensarlos.

Ahora e voy a ver Life Acuatic y a ponerme medias para escuchar los covers de Bowie en portugués sin pies fríos.

lunes, agosto 15, 2005

Noche Somnia

De pronto los domingos desesperantes quedan atrás, para dar lugar a un domingo hermoso. Pocas veces se conjugan todos lo elementos de esta forma, todo en sincro para crear una noche de antología.
Mejor aún, no sólo una noche, porque empezó antes, con prueba de sonido y nervios sonrientes al ver el escenario armado. Todo estaba ahí, en su estado embrionario.
Después empieza a llegar gente, y me alegra muchísimo la presencia de caras conocidas y queridas.
Entonces el escenario finalmente se ocupa, revive, resuena. Mientras corro sacando fotos de punta a punta del escenario, no puedo parar de cantar, de sonreir, de disfrutar la feliz energía que corre por las venas de los chicos, y de sentir la excelente onda que viene de las mesas (nunca molestó tanto el tener que estar sentado, cuando lo único que queríamos hacer era patear las sillas y mesas y no parar de saltar, acompañando a los cinco de arriba del escenario).
Un rollos, dos rollos, tres rollos, muchas canciones, todo lleva a abrazos fraternales detrás del escenario que lo dicen todo. Brindis, comida muy rica y salida general, después de largo rato, para que todo siga mucho tiempo más, para prolongar al máximo la energía que no quiere irse, y los chicos que todavía no bajan, que siguen con sonrisas pegadas a la cara sin importarles los próximos dos días de reacomodar los equipos en la sala.
Y todo sigue, porque el tres de septiembre se suben de nuevo, porque laburaron sin parar durante más de un año y lo siguen haciendo.
Y es increíble poder compartir con ellos todo esto y retratar todo.

domingo, julio 31, 2005

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¿Por qué un domingo así? Que empieza lindo, con salida de fotos familiar, pero ahora ya sin sol y con frío, hipersensibilizada a tal extremo que la discusión que llega desde una de las cabinas telefónicas me pone terriblemente mal y me nubla los ojos. Y el frío nunca me lleva a nada parecido a una enfermedad, que por lo menos me haga quedarme un día en casa, sin trabajo ni corridas contrarreloj. Además el teléfono no suena y la espera de esa llamada me lleva a un estado bastante parecido al que me conduce la discusión en la cabina telefónica.
Hace mucho que venía evitando los domingos como este, que había aprendido a disfrutar del único día sin trabajo; pero aquí estoy, y espero que sea sólo una depresión dominguera, que termine al llegar el lunes.

martes, julio 19, 2005

Poesía espejeril

Soy feliz con mi espejo nuevo. Nuevo a pesar de estar rajado en diversos lugares. Nuevo a pesar de estar algo sucio, y de haberlo encontrado abandonado en una esquina. Redondo, perfecto, tan de estacionamiento que sólo le falta estar colgado junto a un portón. Hermosa chatarra que ya encontrará su lugar en mi hogar. Ya lo tiene en mi corazón.





Algo me dice que mis finales no van a andar muy bien. Quizás sea porque en las últimas 24 horas escribí sólo dos páginas del guión, y un párrafo de cada una de las tres sinopsis, cuando ya debería haber mandado el laburo terminado. También es mala señal que la ventana de word que dice "guión capítulo 1´" esté minimizada hace como dos horas y que ahora esté subiendo al flog un texto dedicado a un espejo.






(¿mi blog y mi flog están en triste decadencia o sólo es idea mía? Bueno, las cuatro horas de sueño por noche tienen otras consecuencias, además de mis p¡ntorescas ojeras permanentes)

Motoquero posmo y vaso partido

Se supone que a esta altura de la noche ya tendría que haber terminado un guión y un par de cosillas más para una entrega de los finales, pero desde el primer momento en el que, quién sabe por qué azaroso juego del destino, escribí "a la mañana siguiente llega a la estación un motoquero posmo al que se le ha averiado la Siambretta" no pude seguir. Quizás la imagen del motoquero con un tatuaje de henna o la hermosa motoneta naranja sobrecargaron mis sentidos y ahora están quemados hasta nuevo aviso. Lo que es seguro es que hace una hora y cuarenta y cinco minutos que debería haber mandado por mail el guión terminado, y acá estoy, en la primera media página de una sinopsis en la que sólo es seguro Richard (el motoquero posmo) y el vaso de vidrio que se estrella contra una pared del antiguo bar de estación de servicio de ruta perdida.






Recomendación del día: Entren al emule, busquen "Yatta" en videos, bájenlo y sean felices con los verdaderos Village People nipones.

domingo, julio 17, 2005

El casamiento de Anita y Mirko

Llego a a las siete de la tarde y lo que veo es un galpón apenas iluminado con un círculo de gente reunida en el centro; semioculta detrás de una cortina se dibuja la torta de casamiento, la misma desde hace más de cien funciones. Lo que escucho es la explicación acerca de las inspecciones y preguntas sobre si será necesario un simulacro; pronto este diálogo es apagado por la llegada de más actores, uno de ellos con facturas.
De un momento a otro el círculo se disuelve y cada vez más actores suben y bajan, corren y cantan, acomodan mesas y ponen manteles. Necesito ocho ojos más, pienso mientras yo también subo y bajo para no perderme nada, pero sé que aún así falta ver todo.
No pasa mucho hasta que consigo empezar a desdoblarme, sólo necesito que mis oídos estén allí donde mis ojos no llegan.

Hago una pausa y pienso que no hay forma de contar absolutamente todo, que todo fue tan simultáneo, porque mientras una mesa desbordaba de maquillajes estridentes y los pinceles pasaban de manos arrugadas a manos infantiles, un hermoso abuelo me llena de datos sobre el grupo, me cuenta de su pasado de cineasta, y con una pocas miradas sé que entiende lo que me pasa, y lo que me va a seguir pasando en cuanto empiece la obra. De ahí en más me repetirá varias veces, al pasar, "es todo imagen, muchas imágenes".


Hace un par de horas que salí de la sala-galpón, y todo sigue igual de desordenado, es un caos de sensaciones, de torta de casamiento y público bailando con los novios y la familia italiana de la obra.



¿Esto se llama bloqueo?



Sí, eso parece. Mejor dejar acá por esta noche, que mañana vuelvo a Barracas, vuelvo al casamiento y al gran camarín compartido por todos los actores; todo se va a multiplicar, y cada vez voy a tener más ganas de rodar el documental ahí, mientras que el miedo y el caos mental se agrandan a la par que mi admiración.
Manos a la obra, que esto es enorme y yo quiero mostrarlo. ¿Cómo? Hermoso desafío por delante.

lunes, marzo 21, 2005

Esta es la foto que pretendía subir la vez pasada en el flog, pero estas cosas son así, se me pianta el mouse, abro cualquier cosa y después me doy cuenta que subí otra foto que no me gusta ni un poquito.

domingo, marzo 06, 2005

Esta es una de esas cosas que me hacen acercarme mucho, hasta ponerme bizca y no ver más que corteza, líneas quebradas, espiraladas, alguna que otra hormiga.

Uno menos

Hoy rompí un plato de una curiosa manera. Tenía dos empanadas sobre él, iba a salir de la cocina hacia el comedor, calculé mal la curva, y estrellé el plato contra la heladera. Voló en pedazos para todos lados, yo estaba descalza, y con un resto de plato en la mano. Bueno, un plato menos, pero al menos no tuvo el trillado final de romperse mientras se lo lava.

Y yo que pensaba que un plato sólo se rompía si llegaba al piso luego de una considerable altura atravesada en caída, pero este murió en cumplimiento de su deber, al chocar dos fuerzas opuestas (la de mi torpe mano/cuerpo y la de la heladera).

viernes, febrero 25, 2005

"Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón." (E. Galeano, en El libro de los Abrazos)

Recordar los atardeceres en el río, y perderme en ellos, sin querer volver.

viernes, febrero 18, 2005

Y ahora quién podrá ayudarnos??... Pero si es Sergio Denis!!!

Atardecer/noche en Costanera Sur con Nereidas vidriadas y puestos de choripanes como luciérnagas ahumadas. Y un señor de sombrero canta. Primero es un Cacho Castaña no tan ronco como el original, pero el inconfundible "ojalá que no puedas hacerle el amor cuando duermas con ella". Hay un hit del verano del '95, o que al menos merecería serlo. Y un "grande, chiquito, cómo te quiero hijo mío". Siiiiiiií, el señor Sergio Denis, antes del traje rojo y las antenas, cuando en casa había un casete de él, con su foto en la tapa, camisa blanca arremangada. Está lindo, hay viento, después de un día en el trabajo con el aire acondicionado roto; escuchaba ese casete después de uno de Serrat, y antes del de Saltimbanquis, y Las Trillizas de oro; también Parchís, y creo que yo con ocho años acampando el fin de semana en el patio de casa, en una carpa enorme, era mi departamento de soltera, por la ventana que daba al patio sacaba el grabador y cantaba (sin salir de la carpa) "grande, chiquito", pero también, y principalmente, "sobre un vidrio mojado escribí tu nombre sin darme cuenta, y mis ojos brillaron igual que ese vidrio pensando en ella", y "estaba yo tan tranquilo mirando el mar, ella me hizo sombra...". La pasión que le ponía a las canciones de Sergio Denis era la misma, tan real e incomprensible, con la que cantaba "tu nombre me sabe a yerba, de la que nace en el valle, a golpes de sol y de agua". Siempre terminaba con la representación completa del musical de los Saltimbanquis, sus protagonistas: un burro sabio, gallina, gata, perro. Hay ladrones de por medio. Hay amistad y "todos juntos somos fuertes, somos flecha y somos arco, todos en el mismo barco ya no hay nada que perder. A mi lado hay un amigo que es preciso proteger". Yo era cualquiera de los cuatro, todos a la vez, con mi voz que intentaba alternar entre el ladrido y el cacareo.
Me gustan mis momentos retro, como este, como estos días que muero de ganas de comprarme un tocadiscos, como el del Club de la Serpiente, oir a Ella Fitzgerald y al Polaco en sus presentaciones originales.

miércoles, febrero 16, 2005

Mi viejo ascensor. Ahora acaban de pintar las puertas tijera, y no sólo desapareció el color marroncito que había aprendido a querer, sino que además cada viaje en ascensor me deja una intoxicación por el olor a pintura que no se va.

lunes, febrero 14, 2005

9 de julio (de Leo Maslíah)

Buenos Aires, Argentina. Día de sol. Avenida 9 de Julio. Semáforo rojo. Se junta gente que quiere cruzar. Enfrente también. El semáforo demora. Viene más gente, por ambos bandos. Cada destacamento mira fijamente el semáforo opuesto, haciendo acopio de fuerzas. "Animo, muchachos", dice un individuo a sus compañeros de acera, "ya llegará el día en que podamos cruzar". Los demás lo reconocen inmediatamente como su líder. "Quizá algunos mueran en la empresa", sigue diciendo él, "pero esos quedarán para siempre en nuestros corazones". El semáforo continúa en el rojo. Enfrente, el bando contrario designó como líder a una mujer. Su aparatoso tren delantero la hace especialmente apta para violentos impactos frontales con peatones de sentido opuesto. "Estamos contigo, Tatiana", le gritan algunos. "Ese no es mi nombre", contesta ella, pero igualmente lo asume, como Wojtila el de Juan Pablo. Desde enfrente, el otro líder la mira, y le muestra el dedo medio de su mano derecha. Sus camaradas, hombres y mujeres, lo imitan. Algunos tienen binoculares y eligen contra quién van a chocar. Otros despliegan la navaja de su alicate y la exhiben a modo de proa. De pronto, semáforo amarillo. Un estudiante, de los de Tatiana, pregunta si puede pintar de azul el vidrio amarillo del semáforo que está de su lado, para que quede verde y los del bando contrario, al tratar de cruzar, sean apisonados por los coches. La jefa le pide paciencia, y le asegura que a su debido tiempo ningún adversario quedará en pie. El estudiante recita a García Lorca"verde que te quiero verde". Por fin, el semáforo cambia. "A ellos", grita el líder de enfrente, "hay que enterrarlos en el asfalto; el sol está de nuestra parte y ya lo reblandeció un poco". Ambas cohortes inician su marcha hacia la colisión. Tatiana se acomoda el corpiño. El otro líder acomoda a su gente por orden de altura. "Las mujeres y los niños primero", dice. Todos avanzan con paso resuelto. Los autos, inmóviles, observan el espectáculo, y una cuadrilla de niños marginales que habitualmente se dedican a limpiar los vidrios de los coches a cambio de monedas, está ahora levantando suculentas apuestas referidas al desenlace de la cruzada peatonal. Atención, faltan pocos metros. Ya está, ya está. Dos pasos, un paso. Y entonces, súbitamente, todos cambian radicalmente de actitud. Empiezan a pedirse permiso unos a otros y a esquivarse. Se acabó Tatiana. Apenas si se producen algunos roces absolutamente inocuos. Nadie cae, nadie es aplastado. Todos Ilegan a destino, a las respectivas aceras de enfrente, y continúan los abúlicos trayectos que habrán de conducirlos al desempeño de sus estúpidas ocupaciones. Nadie recuerda su intención preliminar. Todos fingen civismo, qué cagones.

domingo, febrero 13, 2005


Cuando una escalera deja de ser una suma de escalones para ser eso que nos hace darnos cuenta que nunca vamos a olvidar ese lugar, las sombras de la santa rita en la pared algo descascarada, parte de un día infinitamente hermoso, infinitamente calmo. La perfección tiene forma de escalera. Posted by Hello

Tambores colonienses Posted by Hello

Viaje a Malibú

Primero fue vender la moto, una vieja colección de monedas heredada y algunas cosas que pudo juntar en el garage y en su ropero. Después sólo tuvo que buscar las llaves del Renault 9 en el cenicero y las de la casa en el ganchito de la cocina para llegar a la ruta en poco menos de una hora, con la seguridad de que hasta el otro día nadie notaría la ausencia del auto, y menos la suya; nunca le había gustado viajar en silencio y afortunadamente encontró el pasacassette escondido abajo del asiento del acompañante, mal disimulado por una rígida y grasienta franela amarilla. No le gustaba el silencio de la ruta, pero menos aún las voces de los locutores, y buscando un mapa que sabía que debía estar en la guantera encontró algunos viejos cassettes de su padre, todos identificados con un vistoso “Roberto” en la tapa, aún más grande que el nombre del músico; el mapa no apareció, pero Lautaro pudo comenzar a escuchar una cadena interminable de Chalchaleros, Fausto Papetti, Alcides, Edmundo Rivero y Bee Gees, bañada por el asombro del descubrimiento del gusto musical de Roberto (porque era Roberto, eso decía en las cajas de los cassettes). Buscaba alguna estación de servicio donde comprar un mapa de ruta, mas al segundo tema de Alcides decidió abandonarse a las intuiciones variables y a los nombres de pueblos o caminos que le llamaban la atención durante su marcha.
La música sonaba mientras por las ventanillas pasaban pinceladas de verdes, amarillos, marrones, a veces girasol, o trigo, siempre las vacas y los tractores abandonados o sólo en descanso. Atravesaba calles de tierra y llegaba a nuevas rutas, carreteras en desuso, y el lento pasar del Renault abultaba el horizonte inalterable, Lautaro podía ver esa partícula de actividad en forma de sombra en el asfalto, a veces casi aniquilada por el sol de mediodía, otras inclinada y derretida en largas siluetas al atardecer.
Cada tanto entraba en los pueblos para comprar algo de comida, y dormir en el único hotel, porque siempre era El Hotel, a donde iban a dar todos los viajantes de comercio con desgastadas valijas, salidos de una novela de Soriano, y los amantes que se resistían a entrar en los pastizales y baldíos. Cuando se quedaba en los hoteles, en vez de dormir en el asiento trasero del auto, pasaba el tiempo dibujándose distintas caras frente a los otros huéspedes, tan ocasionales y encubiertos como él; cuando se encontraba con esos viejos prematuros que siempre tenían una colección de vasos vacíos y mugrientos delante de sus cabezas oscilantes, se sentaba frente a ellos con una tentadora botella de grapa en la mano, esto siempre les hacía levantar la mirada para encontrarse con la sonrisa indescifrable de Lautaro, que con su invitación no hacía más que ostentar una impostada juventud rozagante. Jugaba al viajante perpetuo, con una barba siempre mal afeitada, amigo de las rutas y de los pueblos a los que no llegaba el tren, y no dejaba de sorprenderse de su disfraz.
Una tarde el horizonte delante de Lautaro se volvió un poco más azul. Siguió manejando mientras caía la tarde, acompañado por la voz de Edmundo Rivero. Ya había llegado la noche cuando llegó a ese horizonte, que no era una línea azul sino una playa a veces escondida detrás de los médanos. Con los faroles del auto como única fuente de luz en esa noche de luna nuevo pudo distinguir algo que parecía ser una balneario o un bar, mezcla de paredes blancas rugosas y techos de paja. Con las luces aún encendidas, bajó del auto. Se detuvo frente a una pared pintada. En el dibujo dos palmeras entrelazadas le daban la bienvenida, y le hacían pensar en una gran cruz que marcaría el lugar en donde se encontraba escondido el colosal tesoro de algún corsario desaparecido en los mares nórdicos. Había llegado a Malibú.

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La idea era hacer algo más largo, con un poco de "estructura", pero como pensaba subirlo al flog lo corté de golpe. El flog no quiere entrar, pero en cuanto pueda lo subo allá tmabién, porque en realidad el texto acompaña a la foto (y aún no aprendía subir fotos acá).

Esta foto va junto con "Viaje a Malibú", el texto salió de esta foto en realidad. Posted by Hello

lunes, enero 24, 2005

Sigo con los diarios de viaje (esta vez crucé el charco)

Sólo quiero caminar, caminar, y seguir caminando, y si me siento es igual, nunca me detengo. Voy a dar a un muelle, con yates que podrían parecerse a los de Puerto Madero; pero es imposible, acá podría nadarse sin sufrir ningún tipo de intoxicación, además de que mire para donde mire siempre hay verde, algo de arena también, y más verde, y piedras más acá, donde estoy sentada. Hay un gato entre las piedras muy cerca del agua, duerme de a ratos, se lame, me mira, cierra los ojos, vuelve a dormirse, después se cansa y se mueve algunos metros, para volver a comenzar. Quiero ser gato. quiero ser ESE gato. Pero por qué? si se está tan bien acá, oyendo nada más que las olas dando contra las piedras, y el viento que golpea dulcemente mis oídos, me atraviesa, me posee. Y el gato ya no está al alcance de mis ojos, pero hay tantas cosas que sí lo están que necesito pasar los días intentando mirarlo todo, mientras sé que es imposible, que todo es enorme.

El viento continua sin que nada pueda detenerlo, en las cuatro direcciones se multiplican los ciclomotores y los carteles de Pilsen, me son tan familiares estas cosas que ya no puedo imaginarme calles en las que se ausenten. También está la costumbre del cielo;“no es cielo ni es azul”, pero también es imposible pensar que ese es un color inventado en un techo igualmente irreal. El Sol sale y se guarda en el mismo río, que juega a ser mar y se cree cuna.

En el hotel me señalan la heladera y un calentador que puedo usar cada vez que quiera, siempre bajo el ojo avizor del perro sin marca que nunca abandona su sillón. Mientras Sofía me acompaña hasta mi habitación, la 14, me cuenta de esos mendocinos a los que les gustaba comer en la mesa del patio, debajo de la Santa Rita.

De repente, cuando sentía que iba a llenar hojas y hojas de postales, me doy cuenta de que las palabras se fueron lejos, o nunca me siguieron, que no puedo dejar de bañarme en todo esto que me rodea, me invade; pero todo queda ahí, en el hacerme feliz, sin poder masticarlo para devolverlo hecho palabras. Quizás es porque estoy viendo por dos (por mis ojos, y a través de la cámara), y el escribirlo sería sobredosis de... ¿de qué? de esto simplemente. Qué mentirosa que puedo llegar a ser, sobre todo cuando se trata de engañarme a mí misma. Menciono la falta de palabras, pero no hago más que escribir y hacer rodar la bolilla de la birome, aunque sólo sea para repetir una y otra vez que el exceso de ojos me deja muda.

En algún momento de la noche pasan dos mujeres, cada una con un tambor. Yo sigo caminando y las pierdo de vista y al poco tiempo escucho música cada vez más cerca; ahora los tambores son muchos más, y la gente baila (malditos pies que insisten en no obedecerme y que se llevan terriblemente mal con mi cadera), y hay muchas cámaras que siguen sorprendidas por esta percusión naciente. Es imposible no seguirlo, como si cada tambor fuera un flautista de Hamelinn; hace casi una hora que recorro las calles llevada por los oídos, en algún momento se quedan en una esquina, los tambores empiezan a apagarse, al igual que el interés de los espectadores. Los que bailaban se alejan poco a poco del grupo y sólo quedan cuatro o cinco tambores que se niegan al silencio, mientras yo me alejo y veo al cruzar la calle un par de chicos haciendo malabares con fuego; los miro y sigo con la retirada, pero no puedo evitar mirar hacia los tambores y al fuego a cada paso, los envidio un poco al pensar que me duelen los pies de caminar todo el día y que me arden los hombros pelados por el sol.

Es uno de esos momentos que me cuesta creer que me incluye entre los protagonistas, pero felizmente lo confirmo a cada golpe de tambor, a cada contoneo de Violeta (una septuagenaria con energía para rato). Es una de esas noches, de esas puntas de cadenas o guirnaldas que nunca sé cómo se formaron, qué juego de azar me dejó acá si hubiera bastado un giro a la izquierda en vez de a la derecha para nunca haber llegado; pero ahora estoy acá y la música me embriaga y no quiero que deje de hacerlo. Mientras tanto en la Plaza Mayor se elige a la reina de Colonia.Horas de tambores, voces y guitarra, al final gente bailando, y después gente que se va. Algunos nos quedamos a la espera del prometido homenaje a Vinicius de Moraes, que se ve reducido a una sola canción porque el hotel enfrente, la gente quiere dormir, y ya las dos y media con luces amarillas en las esquinas y portales, pero yo todavía estoy acá escuchando a Yabor con tres tambores en silencio a su lado, y su guitarra que aún no calla.

lunes, enero 17, 2005

Diario de viaje dominguero

(o “Si pensaba que nunca iba a superar el haberme quedado dormida en el 19 y despertarme en Carapachay una madrugada, estaba equivocada”)


Siempre hay los retrasos, este es un tren que sale más tarde, no es mucho, sin llegar a una irritación general del posible público de Retiro dominguero a las siete de la madrugada. Para algunos sólo son veinte minutos menos de cielo con Sol, pero para mí es una lancha que no, se fue a las ocho y media, el reloj marca las nueve menos cuarto, ¿y cuándo sale la próxima?, nueve y media, entonces me entrego a cuarenta minutos de cola entre Helatodo y cañas de pescar y repetidos “preguntale al de allá”; pero todas las camisas son iguales, todas dicen “Interisleña” en el bolsillo, y todas las mangas se levantan serviciales para señalar a algún otro que quizás pueda ayudarme. Y pregunto y confirma, no hay duda qué sí, es esta, la primera ¿Antequera y Paraná? Sí, es esta.
Bueno, pienso, el retraso de TBA no fue tanto después de todo, si ya estoy en algún lugar del Delta, y hace una hora que me sumerjo en un libro, a la vez inmersa en algo aún más grande; o no, quizás lo mismo pero en otra presentación, ese más líquido y amarronado, este otro portátil y de blancas hojas que huyen del espacio vacío, llenándolo de palabras que cobran vida.
Una hora, y en quince minutos debería estar llegando. Pasa ese cuarto de hora, o un poco más (porque mi reloj ya se perdió dentro del bolso al menos hasta el lunes), y me sorprende la pregunta “¿bajás por acá?” “¿qué? ¿esto es Antequera y Paraná?” – caras de risas encubiertas, o mi paranoia empieza a crecer- “no, Capital y Paraná. Te podemos dejar acá, sobre Paraná, y caminás para adentro”, me dice el señor al que comienzo a odiar a una velocidad asombrosa. Pienso, señor lanchero, esto no es el 168, que si me confundo de ramal camino algunas cuadras de más o me tomo otro bondi y problema resuelto; menos aún puedo abrir las aguas y caminar por el lecho del río (más probable sería que la tierra se abriera y ardiera finalmente en el infierno, pero en ese caso me encontraría con mucha gente conocida). Y el amabilísimo señor remata con un “Bueno, pero nosotros llegamos hasta acá”. Y en el acá señalado me reciben un perro tan amable como el señor conductor y un hombre de bigotes al grito de “no se puede pasar por acá, hay un lote privado de cuarenta metros, y un río, y bla bla bla”. “Está bien... –digo, resignando el domingo de sol y río- ¿ustedes vuelven para Tigre?” “y... tenemos como dos horas más... podés bajarte acá, en el muelle San Miguel, y esperar un rato hasta que pase la que vuelve”. Intento confiar una vez más en los todavía risueños señores y bajo: cabaña semiderruida, peligrosas cañas de pescar volando sobre mi cabeza, infinidad de “ahí está picando” pero se suelta, siempre se suelta o se convierte en una rama al momento de sacarlo del agua.
Dijeron un rato, pero ya no puedo calcular los minutos transcurridos y sigo sentada en el muelle desconocido. Mientras tanto van y vienen familias que llegaron a destino, que bajaron en San Miguel sabiendo a dónde iban, a pescar mojarritas o bagres, a no- quedarse varados de un minuto a otro.
Al mediodía empiezo a cansarme del mismo escalón de madera y de las cañas que se multiplican tanto como los peces que logran zafarse los anzuelos; alguna voz me ofrece un vaso de agua o gaseosa, ¿tomás vino? con confianza, ¿salamín? ¿un sanguchito?. Un vaso de agua, por favor, gracias. La interisleña sigue sin aparecer, demasiado lindo el sol, y mi bolso con bikini, toalla, todavía el libro, quiero volver a él; decido que no hay ningún problema si como algo, ya es casi la una, está empezando a sonar una campana que avisa que la comida ya está lista y de a grupos la gente va entrando al comedor. Poco después hago el mismo camino que ellos hasta llegar a una barra con migas y televisor siempre apagado; a un costado, una vieja heladera de almacén pero sin fiambres, sólo algunas botellas de agua y gaseosa con los nombres de sus dueños escritos con marcador negro en las tapas. Alguien me dice que ahí tienen teléfono, pero de poco sirve, y mientras termino de decidir mi domingo en el inesperado recreo sale de la cocina un plato de ñoquis al pesto “caseritos, recién hechos”. Diez minutos más tarde soy yo la que, sentada en una de las mesas recibe un plato de ñoquis, esta vez con salsa de tomates, y una botella de agua que poco después se suma a las que ocupan la heladera, y es mi nombre el que se dibuja en la tapa.

Ahora ya nuestras caras se conocen, o al menos ya no soy tan extraña. Una señora me sugiere quejarme en la municipalidad de Tigre al volver, “a vos te arruinaron el día, pero así les arruinás el día a ellos, porque los van a sancionar”. Después con la panza contenta me acuesto a tomar sol (en un acto suicida, que lamentaré luego, debo decir) y sigo leyendo -y no me arruinaron nada- para dejar el libro al poco tiempo y empezar con esto, que todavía sigo vomitando en un cuaderno sin renglones comprado en el subte, a bordo de una lancha que terminó de llenarse al subirme yo, y que ahora deja familias completas con más Helatodo esperando “la de las siete”. Pero esto es más tarde, y yo hablo de un ahora en el que recién me estoy tirando al agua, que apenas sobrepasa mi cintura, y entre los dedos de los pies siento el barro (pensando que eso es tal cosa), y el Sol es un poco más amable. Las familias del lugar me preguntan si ya comí, si no quiero un poco de asado o un choripán; yo después les respondo que el agua está linda, con oleadas tibias y frías alternativamente. Hay dos perros al borde del agua, iguales a los que lleva la policía, pero estos dejan de lamer manos para ladrar cada vez que alguien se zambulle, sin poder comprender que nadie vaya a socorrerlos. Por momentos las voces se ausentan, cuando me entrego al río que me hace flotar con los oídos debajo del agua pero los ojos entrecerrados sobre ella, que miran hacia arriba enceguecidos por el sol; entonces sólo escucho mi respiración pausada y el movimiento del río, en una sinfonía de elementos, aire y agua siguen un mismo ritmo.
Juego a pararme y volver a sumergir mis oídos haciendo caprichosos cortes sonoros, hasta que mis dedos están sobre-arrugados y salgo para secarme al –aún- Sol.
Una nena de unos cuatro años me ofrece su hamaca mientras ella termina su helado, pero elijo el tronco que está al lado, donde el Astro me seca más rápido de lo que se mueve la lapicera sobre el cuaderno espiralado.
En este ahora de más acá, en el que sigo viajando sobre el agua, completamente roja pero aliviada por el viento y las estelas, me pregunto por qué este apuro de tomar “la de las cinco”, si todavía el Sol, el agua y las caras ya no desconocidas siguen en San Miguel, después de decir (me) “quedate, te volvés con nosotros en la última, a las siete”. Y aún así tuve que subirme y colmar la capacidad de la interisleña (capacidad 82 pasajeros, prohibido fumar, felpudo “welcome aboard” al lado de la escalera y chalecos salvavidas sobre nuestras cabezas.
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(y ya suman cinco hojas escritas en el cuaderno espiralado, con tapa de Winnie the Pooh disimulada bajo una foto a punto de despegarse)
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La vuelta al mundo está cada vez más cerca, se ve una montaña rusa a través de gigantescos barcos herrumbrados, y pasamos la barrera del olor y las porquerías en el agua, y me doy cuenta que me olvidé de mencionar la mano que me ofrecía el protector solar al ver mi piel apuñalada por el sol, y los chicos ya sin lombrices que usaban salamín como carnada. Una botella de Coca Cola con la etiqueta descolorida pasa flotando junto a mí.