domingo, febrero 13, 2005

Viaje a Malibú

Primero fue vender la moto, una vieja colección de monedas heredada y algunas cosas que pudo juntar en el garage y en su ropero. Después sólo tuvo que buscar las llaves del Renault 9 en el cenicero y las de la casa en el ganchito de la cocina para llegar a la ruta en poco menos de una hora, con la seguridad de que hasta el otro día nadie notaría la ausencia del auto, y menos la suya; nunca le había gustado viajar en silencio y afortunadamente encontró el pasacassette escondido abajo del asiento del acompañante, mal disimulado por una rígida y grasienta franela amarilla. No le gustaba el silencio de la ruta, pero menos aún las voces de los locutores, y buscando un mapa que sabía que debía estar en la guantera encontró algunos viejos cassettes de su padre, todos identificados con un vistoso “Roberto” en la tapa, aún más grande que el nombre del músico; el mapa no apareció, pero Lautaro pudo comenzar a escuchar una cadena interminable de Chalchaleros, Fausto Papetti, Alcides, Edmundo Rivero y Bee Gees, bañada por el asombro del descubrimiento del gusto musical de Roberto (porque era Roberto, eso decía en las cajas de los cassettes). Buscaba alguna estación de servicio donde comprar un mapa de ruta, mas al segundo tema de Alcides decidió abandonarse a las intuiciones variables y a los nombres de pueblos o caminos que le llamaban la atención durante su marcha.
La música sonaba mientras por las ventanillas pasaban pinceladas de verdes, amarillos, marrones, a veces girasol, o trigo, siempre las vacas y los tractores abandonados o sólo en descanso. Atravesaba calles de tierra y llegaba a nuevas rutas, carreteras en desuso, y el lento pasar del Renault abultaba el horizonte inalterable, Lautaro podía ver esa partícula de actividad en forma de sombra en el asfalto, a veces casi aniquilada por el sol de mediodía, otras inclinada y derretida en largas siluetas al atardecer.
Cada tanto entraba en los pueblos para comprar algo de comida, y dormir en el único hotel, porque siempre era El Hotel, a donde iban a dar todos los viajantes de comercio con desgastadas valijas, salidos de una novela de Soriano, y los amantes que se resistían a entrar en los pastizales y baldíos. Cuando se quedaba en los hoteles, en vez de dormir en el asiento trasero del auto, pasaba el tiempo dibujándose distintas caras frente a los otros huéspedes, tan ocasionales y encubiertos como él; cuando se encontraba con esos viejos prematuros que siempre tenían una colección de vasos vacíos y mugrientos delante de sus cabezas oscilantes, se sentaba frente a ellos con una tentadora botella de grapa en la mano, esto siempre les hacía levantar la mirada para encontrarse con la sonrisa indescifrable de Lautaro, que con su invitación no hacía más que ostentar una impostada juventud rozagante. Jugaba al viajante perpetuo, con una barba siempre mal afeitada, amigo de las rutas y de los pueblos a los que no llegaba el tren, y no dejaba de sorprenderse de su disfraz.
Una tarde el horizonte delante de Lautaro se volvió un poco más azul. Siguió manejando mientras caía la tarde, acompañado por la voz de Edmundo Rivero. Ya había llegado la noche cuando llegó a ese horizonte, que no era una línea azul sino una playa a veces escondida detrás de los médanos. Con los faroles del auto como única fuente de luz en esa noche de luna nuevo pudo distinguir algo que parecía ser una balneario o un bar, mezcla de paredes blancas rugosas y techos de paja. Con las luces aún encendidas, bajó del auto. Se detuvo frente a una pared pintada. En el dibujo dos palmeras entrelazadas le daban la bienvenida, y le hacían pensar en una gran cruz que marcaría el lugar en donde se encontraba escondido el colosal tesoro de algún corsario desaparecido en los mares nórdicos. Había llegado a Malibú.

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La idea era hacer algo más largo, con un poco de "estructura", pero como pensaba subirlo al flog lo corté de golpe. El flog no quiere entrar, pero en cuanto pueda lo subo allá tmabién, porque en realidad el texto acompaña a la foto (y aún no aprendía subir fotos acá).

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