lunes, enero 24, 2005

Sigo con los diarios de viaje (esta vez crucé el charco)

Sólo quiero caminar, caminar, y seguir caminando, y si me siento es igual, nunca me detengo. Voy a dar a un muelle, con yates que podrían parecerse a los de Puerto Madero; pero es imposible, acá podría nadarse sin sufrir ningún tipo de intoxicación, además de que mire para donde mire siempre hay verde, algo de arena también, y más verde, y piedras más acá, donde estoy sentada. Hay un gato entre las piedras muy cerca del agua, duerme de a ratos, se lame, me mira, cierra los ojos, vuelve a dormirse, después se cansa y se mueve algunos metros, para volver a comenzar. Quiero ser gato. quiero ser ESE gato. Pero por qué? si se está tan bien acá, oyendo nada más que las olas dando contra las piedras, y el viento que golpea dulcemente mis oídos, me atraviesa, me posee. Y el gato ya no está al alcance de mis ojos, pero hay tantas cosas que sí lo están que necesito pasar los días intentando mirarlo todo, mientras sé que es imposible, que todo es enorme.

El viento continua sin que nada pueda detenerlo, en las cuatro direcciones se multiplican los ciclomotores y los carteles de Pilsen, me son tan familiares estas cosas que ya no puedo imaginarme calles en las que se ausenten. También está la costumbre del cielo;“no es cielo ni es azul”, pero también es imposible pensar que ese es un color inventado en un techo igualmente irreal. El Sol sale y se guarda en el mismo río, que juega a ser mar y se cree cuna.

En el hotel me señalan la heladera y un calentador que puedo usar cada vez que quiera, siempre bajo el ojo avizor del perro sin marca que nunca abandona su sillón. Mientras Sofía me acompaña hasta mi habitación, la 14, me cuenta de esos mendocinos a los que les gustaba comer en la mesa del patio, debajo de la Santa Rita.

De repente, cuando sentía que iba a llenar hojas y hojas de postales, me doy cuenta de que las palabras se fueron lejos, o nunca me siguieron, que no puedo dejar de bañarme en todo esto que me rodea, me invade; pero todo queda ahí, en el hacerme feliz, sin poder masticarlo para devolverlo hecho palabras. Quizás es porque estoy viendo por dos (por mis ojos, y a través de la cámara), y el escribirlo sería sobredosis de... ¿de qué? de esto simplemente. Qué mentirosa que puedo llegar a ser, sobre todo cuando se trata de engañarme a mí misma. Menciono la falta de palabras, pero no hago más que escribir y hacer rodar la bolilla de la birome, aunque sólo sea para repetir una y otra vez que el exceso de ojos me deja muda.

En algún momento de la noche pasan dos mujeres, cada una con un tambor. Yo sigo caminando y las pierdo de vista y al poco tiempo escucho música cada vez más cerca; ahora los tambores son muchos más, y la gente baila (malditos pies que insisten en no obedecerme y que se llevan terriblemente mal con mi cadera), y hay muchas cámaras que siguen sorprendidas por esta percusión naciente. Es imposible no seguirlo, como si cada tambor fuera un flautista de Hamelinn; hace casi una hora que recorro las calles llevada por los oídos, en algún momento se quedan en una esquina, los tambores empiezan a apagarse, al igual que el interés de los espectadores. Los que bailaban se alejan poco a poco del grupo y sólo quedan cuatro o cinco tambores que se niegan al silencio, mientras yo me alejo y veo al cruzar la calle un par de chicos haciendo malabares con fuego; los miro y sigo con la retirada, pero no puedo evitar mirar hacia los tambores y al fuego a cada paso, los envidio un poco al pensar que me duelen los pies de caminar todo el día y que me arden los hombros pelados por el sol.

Es uno de esos momentos que me cuesta creer que me incluye entre los protagonistas, pero felizmente lo confirmo a cada golpe de tambor, a cada contoneo de Violeta (una septuagenaria con energía para rato). Es una de esas noches, de esas puntas de cadenas o guirnaldas que nunca sé cómo se formaron, qué juego de azar me dejó acá si hubiera bastado un giro a la izquierda en vez de a la derecha para nunca haber llegado; pero ahora estoy acá y la música me embriaga y no quiero que deje de hacerlo. Mientras tanto en la Plaza Mayor se elige a la reina de Colonia.Horas de tambores, voces y guitarra, al final gente bailando, y después gente que se va. Algunos nos quedamos a la espera del prometido homenaje a Vinicius de Moraes, que se ve reducido a una sola canción porque el hotel enfrente, la gente quiere dormir, y ya las dos y media con luces amarillas en las esquinas y portales, pero yo todavía estoy acá escuchando a Yabor con tres tambores en silencio a su lado, y su guitarra que aún no calla.

lunes, enero 17, 2005

Diario de viaje dominguero

(o “Si pensaba que nunca iba a superar el haberme quedado dormida en el 19 y despertarme en Carapachay una madrugada, estaba equivocada”)


Siempre hay los retrasos, este es un tren que sale más tarde, no es mucho, sin llegar a una irritación general del posible público de Retiro dominguero a las siete de la madrugada. Para algunos sólo son veinte minutos menos de cielo con Sol, pero para mí es una lancha que no, se fue a las ocho y media, el reloj marca las nueve menos cuarto, ¿y cuándo sale la próxima?, nueve y media, entonces me entrego a cuarenta minutos de cola entre Helatodo y cañas de pescar y repetidos “preguntale al de allá”; pero todas las camisas son iguales, todas dicen “Interisleña” en el bolsillo, y todas las mangas se levantan serviciales para señalar a algún otro que quizás pueda ayudarme. Y pregunto y confirma, no hay duda qué sí, es esta, la primera ¿Antequera y Paraná? Sí, es esta.
Bueno, pienso, el retraso de TBA no fue tanto después de todo, si ya estoy en algún lugar del Delta, y hace una hora que me sumerjo en un libro, a la vez inmersa en algo aún más grande; o no, quizás lo mismo pero en otra presentación, ese más líquido y amarronado, este otro portátil y de blancas hojas que huyen del espacio vacío, llenándolo de palabras que cobran vida.
Una hora, y en quince minutos debería estar llegando. Pasa ese cuarto de hora, o un poco más (porque mi reloj ya se perdió dentro del bolso al menos hasta el lunes), y me sorprende la pregunta “¿bajás por acá?” “¿qué? ¿esto es Antequera y Paraná?” – caras de risas encubiertas, o mi paranoia empieza a crecer- “no, Capital y Paraná. Te podemos dejar acá, sobre Paraná, y caminás para adentro”, me dice el señor al que comienzo a odiar a una velocidad asombrosa. Pienso, señor lanchero, esto no es el 168, que si me confundo de ramal camino algunas cuadras de más o me tomo otro bondi y problema resuelto; menos aún puedo abrir las aguas y caminar por el lecho del río (más probable sería que la tierra se abriera y ardiera finalmente en el infierno, pero en ese caso me encontraría con mucha gente conocida). Y el amabilísimo señor remata con un “Bueno, pero nosotros llegamos hasta acá”. Y en el acá señalado me reciben un perro tan amable como el señor conductor y un hombre de bigotes al grito de “no se puede pasar por acá, hay un lote privado de cuarenta metros, y un río, y bla bla bla”. “Está bien... –digo, resignando el domingo de sol y río- ¿ustedes vuelven para Tigre?” “y... tenemos como dos horas más... podés bajarte acá, en el muelle San Miguel, y esperar un rato hasta que pase la que vuelve”. Intento confiar una vez más en los todavía risueños señores y bajo: cabaña semiderruida, peligrosas cañas de pescar volando sobre mi cabeza, infinidad de “ahí está picando” pero se suelta, siempre se suelta o se convierte en una rama al momento de sacarlo del agua.
Dijeron un rato, pero ya no puedo calcular los minutos transcurridos y sigo sentada en el muelle desconocido. Mientras tanto van y vienen familias que llegaron a destino, que bajaron en San Miguel sabiendo a dónde iban, a pescar mojarritas o bagres, a no- quedarse varados de un minuto a otro.
Al mediodía empiezo a cansarme del mismo escalón de madera y de las cañas que se multiplican tanto como los peces que logran zafarse los anzuelos; alguna voz me ofrece un vaso de agua o gaseosa, ¿tomás vino? con confianza, ¿salamín? ¿un sanguchito?. Un vaso de agua, por favor, gracias. La interisleña sigue sin aparecer, demasiado lindo el sol, y mi bolso con bikini, toalla, todavía el libro, quiero volver a él; decido que no hay ningún problema si como algo, ya es casi la una, está empezando a sonar una campana que avisa que la comida ya está lista y de a grupos la gente va entrando al comedor. Poco después hago el mismo camino que ellos hasta llegar a una barra con migas y televisor siempre apagado; a un costado, una vieja heladera de almacén pero sin fiambres, sólo algunas botellas de agua y gaseosa con los nombres de sus dueños escritos con marcador negro en las tapas. Alguien me dice que ahí tienen teléfono, pero de poco sirve, y mientras termino de decidir mi domingo en el inesperado recreo sale de la cocina un plato de ñoquis al pesto “caseritos, recién hechos”. Diez minutos más tarde soy yo la que, sentada en una de las mesas recibe un plato de ñoquis, esta vez con salsa de tomates, y una botella de agua que poco después se suma a las que ocupan la heladera, y es mi nombre el que se dibuja en la tapa.

Ahora ya nuestras caras se conocen, o al menos ya no soy tan extraña. Una señora me sugiere quejarme en la municipalidad de Tigre al volver, “a vos te arruinaron el día, pero así les arruinás el día a ellos, porque los van a sancionar”. Después con la panza contenta me acuesto a tomar sol (en un acto suicida, que lamentaré luego, debo decir) y sigo leyendo -y no me arruinaron nada- para dejar el libro al poco tiempo y empezar con esto, que todavía sigo vomitando en un cuaderno sin renglones comprado en el subte, a bordo de una lancha que terminó de llenarse al subirme yo, y que ahora deja familias completas con más Helatodo esperando “la de las siete”. Pero esto es más tarde, y yo hablo de un ahora en el que recién me estoy tirando al agua, que apenas sobrepasa mi cintura, y entre los dedos de los pies siento el barro (pensando que eso es tal cosa), y el Sol es un poco más amable. Las familias del lugar me preguntan si ya comí, si no quiero un poco de asado o un choripán; yo después les respondo que el agua está linda, con oleadas tibias y frías alternativamente. Hay dos perros al borde del agua, iguales a los que lleva la policía, pero estos dejan de lamer manos para ladrar cada vez que alguien se zambulle, sin poder comprender que nadie vaya a socorrerlos. Por momentos las voces se ausentan, cuando me entrego al río que me hace flotar con los oídos debajo del agua pero los ojos entrecerrados sobre ella, que miran hacia arriba enceguecidos por el sol; entonces sólo escucho mi respiración pausada y el movimiento del río, en una sinfonía de elementos, aire y agua siguen un mismo ritmo.
Juego a pararme y volver a sumergir mis oídos haciendo caprichosos cortes sonoros, hasta que mis dedos están sobre-arrugados y salgo para secarme al –aún- Sol.
Una nena de unos cuatro años me ofrece su hamaca mientras ella termina su helado, pero elijo el tronco que está al lado, donde el Astro me seca más rápido de lo que se mueve la lapicera sobre el cuaderno espiralado.
En este ahora de más acá, en el que sigo viajando sobre el agua, completamente roja pero aliviada por el viento y las estelas, me pregunto por qué este apuro de tomar “la de las cinco”, si todavía el Sol, el agua y las caras ya no desconocidas siguen en San Miguel, después de decir (me) “quedate, te volvés con nosotros en la última, a las siete”. Y aún así tuve que subirme y colmar la capacidad de la interisleña (capacidad 82 pasajeros, prohibido fumar, felpudo “welcome aboard” al lado de la escalera y chalecos salvavidas sobre nuestras cabezas.
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(y ya suman cinco hojas escritas en el cuaderno espiralado, con tapa de Winnie the Pooh disimulada bajo una foto a punto de despegarse)
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La vuelta al mundo está cada vez más cerca, se ve una montaña rusa a través de gigantescos barcos herrumbrados, y pasamos la barrera del olor y las porquerías en el agua, y me doy cuenta que me olvidé de mencionar la mano que me ofrecía el protector solar al ver mi piel apuñalada por el sol, y los chicos ya sin lombrices que usaban salamín como carnada. Una botella de Coca Cola con la etiqueta descolorida pasa flotando junto a mí.