lunes, enero 17, 2005

Diario de viaje dominguero

(o “Si pensaba que nunca iba a superar el haberme quedado dormida en el 19 y despertarme en Carapachay una madrugada, estaba equivocada”)


Siempre hay los retrasos, este es un tren que sale más tarde, no es mucho, sin llegar a una irritación general del posible público de Retiro dominguero a las siete de la madrugada. Para algunos sólo son veinte minutos menos de cielo con Sol, pero para mí es una lancha que no, se fue a las ocho y media, el reloj marca las nueve menos cuarto, ¿y cuándo sale la próxima?, nueve y media, entonces me entrego a cuarenta minutos de cola entre Helatodo y cañas de pescar y repetidos “preguntale al de allá”; pero todas las camisas son iguales, todas dicen “Interisleña” en el bolsillo, y todas las mangas se levantan serviciales para señalar a algún otro que quizás pueda ayudarme. Y pregunto y confirma, no hay duda qué sí, es esta, la primera ¿Antequera y Paraná? Sí, es esta.
Bueno, pienso, el retraso de TBA no fue tanto después de todo, si ya estoy en algún lugar del Delta, y hace una hora que me sumerjo en un libro, a la vez inmersa en algo aún más grande; o no, quizás lo mismo pero en otra presentación, ese más líquido y amarronado, este otro portátil y de blancas hojas que huyen del espacio vacío, llenándolo de palabras que cobran vida.
Una hora, y en quince minutos debería estar llegando. Pasa ese cuarto de hora, o un poco más (porque mi reloj ya se perdió dentro del bolso al menos hasta el lunes), y me sorprende la pregunta “¿bajás por acá?” “¿qué? ¿esto es Antequera y Paraná?” – caras de risas encubiertas, o mi paranoia empieza a crecer- “no, Capital y Paraná. Te podemos dejar acá, sobre Paraná, y caminás para adentro”, me dice el señor al que comienzo a odiar a una velocidad asombrosa. Pienso, señor lanchero, esto no es el 168, que si me confundo de ramal camino algunas cuadras de más o me tomo otro bondi y problema resuelto; menos aún puedo abrir las aguas y caminar por el lecho del río (más probable sería que la tierra se abriera y ardiera finalmente en el infierno, pero en ese caso me encontraría con mucha gente conocida). Y el amabilísimo señor remata con un “Bueno, pero nosotros llegamos hasta acá”. Y en el acá señalado me reciben un perro tan amable como el señor conductor y un hombre de bigotes al grito de “no se puede pasar por acá, hay un lote privado de cuarenta metros, y un río, y bla bla bla”. “Está bien... –digo, resignando el domingo de sol y río- ¿ustedes vuelven para Tigre?” “y... tenemos como dos horas más... podés bajarte acá, en el muelle San Miguel, y esperar un rato hasta que pase la que vuelve”. Intento confiar una vez más en los todavía risueños señores y bajo: cabaña semiderruida, peligrosas cañas de pescar volando sobre mi cabeza, infinidad de “ahí está picando” pero se suelta, siempre se suelta o se convierte en una rama al momento de sacarlo del agua.
Dijeron un rato, pero ya no puedo calcular los minutos transcurridos y sigo sentada en el muelle desconocido. Mientras tanto van y vienen familias que llegaron a destino, que bajaron en San Miguel sabiendo a dónde iban, a pescar mojarritas o bagres, a no- quedarse varados de un minuto a otro.
Al mediodía empiezo a cansarme del mismo escalón de madera y de las cañas que se multiplican tanto como los peces que logran zafarse los anzuelos; alguna voz me ofrece un vaso de agua o gaseosa, ¿tomás vino? con confianza, ¿salamín? ¿un sanguchito?. Un vaso de agua, por favor, gracias. La interisleña sigue sin aparecer, demasiado lindo el sol, y mi bolso con bikini, toalla, todavía el libro, quiero volver a él; decido que no hay ningún problema si como algo, ya es casi la una, está empezando a sonar una campana que avisa que la comida ya está lista y de a grupos la gente va entrando al comedor. Poco después hago el mismo camino que ellos hasta llegar a una barra con migas y televisor siempre apagado; a un costado, una vieja heladera de almacén pero sin fiambres, sólo algunas botellas de agua y gaseosa con los nombres de sus dueños escritos con marcador negro en las tapas. Alguien me dice que ahí tienen teléfono, pero de poco sirve, y mientras termino de decidir mi domingo en el inesperado recreo sale de la cocina un plato de ñoquis al pesto “caseritos, recién hechos”. Diez minutos más tarde soy yo la que, sentada en una de las mesas recibe un plato de ñoquis, esta vez con salsa de tomates, y una botella de agua que poco después se suma a las que ocupan la heladera, y es mi nombre el que se dibuja en la tapa.

Ahora ya nuestras caras se conocen, o al menos ya no soy tan extraña. Una señora me sugiere quejarme en la municipalidad de Tigre al volver, “a vos te arruinaron el día, pero así les arruinás el día a ellos, porque los van a sancionar”. Después con la panza contenta me acuesto a tomar sol (en un acto suicida, que lamentaré luego, debo decir) y sigo leyendo -y no me arruinaron nada- para dejar el libro al poco tiempo y empezar con esto, que todavía sigo vomitando en un cuaderno sin renglones comprado en el subte, a bordo de una lancha que terminó de llenarse al subirme yo, y que ahora deja familias completas con más Helatodo esperando “la de las siete”. Pero esto es más tarde, y yo hablo de un ahora en el que recién me estoy tirando al agua, que apenas sobrepasa mi cintura, y entre los dedos de los pies siento el barro (pensando que eso es tal cosa), y el Sol es un poco más amable. Las familias del lugar me preguntan si ya comí, si no quiero un poco de asado o un choripán; yo después les respondo que el agua está linda, con oleadas tibias y frías alternativamente. Hay dos perros al borde del agua, iguales a los que lleva la policía, pero estos dejan de lamer manos para ladrar cada vez que alguien se zambulle, sin poder comprender que nadie vaya a socorrerlos. Por momentos las voces se ausentan, cuando me entrego al río que me hace flotar con los oídos debajo del agua pero los ojos entrecerrados sobre ella, que miran hacia arriba enceguecidos por el sol; entonces sólo escucho mi respiración pausada y el movimiento del río, en una sinfonía de elementos, aire y agua siguen un mismo ritmo.
Juego a pararme y volver a sumergir mis oídos haciendo caprichosos cortes sonoros, hasta que mis dedos están sobre-arrugados y salgo para secarme al –aún- Sol.
Una nena de unos cuatro años me ofrece su hamaca mientras ella termina su helado, pero elijo el tronco que está al lado, donde el Astro me seca más rápido de lo que se mueve la lapicera sobre el cuaderno espiralado.
En este ahora de más acá, en el que sigo viajando sobre el agua, completamente roja pero aliviada por el viento y las estelas, me pregunto por qué este apuro de tomar “la de las cinco”, si todavía el Sol, el agua y las caras ya no desconocidas siguen en San Miguel, después de decir (me) “quedate, te volvés con nosotros en la última, a las siete”. Y aún así tuve que subirme y colmar la capacidad de la interisleña (capacidad 82 pasajeros, prohibido fumar, felpudo “welcome aboard” al lado de la escalera y chalecos salvavidas sobre nuestras cabezas.
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(y ya suman cinco hojas escritas en el cuaderno espiralado, con tapa de Winnie the Pooh disimulada bajo una foto a punto de despegarse)
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La vuelta al mundo está cada vez más cerca, se ve una montaña rusa a través de gigantescos barcos herrumbrados, y pasamos la barrera del olor y las porquerías en el agua, y me doy cuenta que me olvidé de mencionar la mano que me ofrecía el protector solar al ver mi piel apuñalada por el sol, y los chicos ya sin lombrices que usaban salamín como carnada. Una botella de Coca Cola con la etiqueta descolorida pasa flotando junto a mí.

1 comentario:

bruno dijo...

y el pobre nene se muere.
a las primeras palabras comprende uno el título, y el post anterior. maldito jc, creo que lo amo. y te sale muy lindo. sí. me encantan esas palabras. después, más despierto y cuando pueda cambiar la cara (aunque esto último tal vez no), las leeré mejor y las comentaré en forma apropiada.

xxx
bru